Esta nota salió publicada originalmente en la edición de Bastión Digital del 26 de noviembre de 2013
La primera vez
que fui a Chaco fue en un auto oficial y con chofer. No es la mejor manera de relacionarse
con las cosas, pero tampoco la peor. Lo primero que vi, apenas dejé atrás el
puente que te trae desde Corrientes, fue un grupo de chiquitos aborígenes, casi
desnudos, frente al calor insoportable del mediodía de Resistencia. Vendían
unos arquitos y unas flechas, trabajados a la tradición toba, creo, a quien
quisiera comprarlos. No tenían más de seis o siete años, y la escena, lejos del
pintoresquismo o el respeto a una tradición cultural, fue la puerta de entrada
a la situación social endémica de Chaco. Pobreza extrema, abuso estatal y
supervivencia despiadada y cruel.
Esta semana
volvió la presidente y realizó algunos cambios de personajes y de casilleros.
El premio mayor se lo sacó el gobernador de Chaco, Jorge Milton Capitanich. En
el acto de asunción de los nuevos funcionarios volvió la profundización del
modelo, las gestualidades patéticas que simulan la comunicación entre el líder
y el pueblo y los canticos liberacionistas.
Para los que
quieran saber quién es Capitanich, la información abunda. Gobernante rico en
una sociedad arrinconada contra la pobreza, liquidador del banco de Formosa,
promotor de sueños compartidos, casado con Sandra Mendoza, creador del bogarcha
y el boconcha, viajero compulsivo y un acomodaticio sin límite que puede ser
funcionario de cualquiera.
Lo que no deja
de sorprenderme es la reacción de una parte, demasiado grande, de la clase
política profesional argentina frente a este nombramiento. Dejo expresa aquí la
salvedad hacia quienes no lo hicieron, pero fueron tantos los que vieron en el
arribo del gobernador de Chaco una señal positiva, que no es fácil dejarlo
pasar.
Entiendo el
cuidado institucional que es necesario para construir una sociedad política.
Sin embargo, eso no debiera imposibilitar a los dirigentes de un mínimo acceso
crítico y del reconocimiento acerca del tipo de gobierno que tienen enfrente.
Escuchar que con estos cambios podría comenzar una etapa nueva, de diálogo y
sin coacciones resulta ofensivo. Los llamados a la racionalidad presidencial
tras la intervención, como si le hubiera transplantado una sensibilidad
democrática que no tenía, son muestras de incompetencia política. Es el drama de
una oposición que no logra, aún ganando elecciones, poner una agenda propia,
hablar un idioma distinto y pensar un país diferente. Cómo no puede hacer eso,
lo espera, cándidamente, del oficialismo.
Un paso más allá
del optimismo zonzo, la escala de asombro encuentra un nuevo peldaño.
Importantes dirigentes de la oposición, incluso algunos imaginables como
presidenciales, rescataron en Capitanich la dimensión de la gestión. Último de
los fetiches, definitivamente un refugio para la falta de conceptualización, la
reivindicación de la gestión suple cualquier opinión o cualquier argumento. En
este caso, la gestión que se pondera no es la de Medellín, es la de Chaco. En esa
provincia, donde gestionó el nuevo jefe de gabinete, más de la mitad de su
población está bajo la línea de pobreza y algo más de un cuarto ni puede pensar
en cómo subsistir. Los medios son casi todos oficialistas y los periodistas que
se animan a decir algo del gobernador, por mínimo que fuere, reciben una carta
documento para rectificarse. ¿Cuál es la explicación para que se reivindique
una gestión así? Un motivo
puede ser la falta de talento político para plantear los problemas, otro, el
exceso de celo frente a las pocas expectativas que la ciudadanía puede poner en
ciertos cambios. En definitiva, pobreza intelectual y miedo.
Una declaración
me llamo más la atención que el resto. El líder de los socialistas, Hermes
Binner, dijo: “Capitanich sí sabe.” Detengámonos un minuto en esta frase.
Capitanich sí sabe. En primer lugar, deja entrever que hay otro que no sabe.
Podemos presumir que es el anterior jefe de gabinete. Es cierto que con
levantarse temprano y cepillarse los dientes, Capitanich ya hará más cosas que
Abal Medina en ese cargo. Pero de allí a mentar sabidurías hay un largo trecho.
Otra hipótesis,
que considero más truculenta al tiempo que más cierta, es que el “Capitanich sí
sabe” de Binner se trata de un código. De una referencia simbólica corporativa.
Capitanich es uno de nosotros, dice Binner, y por eso sabe. Gobierna, horrible,
pero gobierna y eso lo hace un compañero. Tiene los mismos problemas, sufre por
las mismas demandas y vive dentro de un universo que, con algunas distancias,
es común.
Esto no quiere
decir que Binner no sea un opositor a Capitanich. Incluso nada dice sobre si es
mejor como administrador o como político, pero lo que revela es una
autoreferencialidad de la política que indica una lejanía con los que no forman
parte de la cofradía que no puede menos que inquietar.
Una política
nueva tiene que romper con esa lejanía sin comprar acríticamente el sonsonete
de la proximidad. La democracia liberal necesita de la representación y esta es
ficcional e imperfecta, pero mucho menos que la ficción del pueblo o de la
voluntad general.
Hace tiempo,
desde estas y otras páginas, sostengo que lo mejor que pueden hacer aquellos
que insisten en ser nuestros representantes es contarnos qué tipo de sociedad
quieren. No parece que estemos cerca de eso, pero podemos ir sacando conclusiones
mirando qué dijo cada uno y cómo se posicionó frente a los cambios en el
gabinete. Habrá que ir anotando los nombres de los que, lúcidamente, se
mostraron escépticos. Así, podremos saber cuánto nos está
acompañando cada uno frente a un gobierno que nos maltrata sistemáticamente,
nos miente en la cara y se ríe de nosotros.
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